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Cayo Largo: Todo Incluido

Cayo Largo: Todo Incluido

¿Por qué nos vamos de vacaciones? Para escapar de la ciudad, de la oficina, del banco, para salir de la rutina. Crónica de un día de nuestra estadía en un All Inclusive de Cayo Largo, una pequeña de Cuba.

Playa del hotel Sol Pelícano, Cayo Largo

En grandes y rectangulares edificios de color pastel reposan 307 habitaciones seriadas del hotel Sol Pelícano. Estos bloques de hormigón tienen nombres relacionados al mar: sirena, coral, caracol, agua. Todos conectan con la naturaleza e invitan a relajarse. Es muy fácil perderse aunque no es un problema aquí, nadie nos apura, creemos. En el diseño del hotel también hay grandes piletas, restaurantes y un mirador que suavizan el paisaje de cemento que termina de perder importancia cuando asoma la playa. Cada tanto nos cruzamos con personal de mantenimiento. Ellos saludan, a veces con un hola, otras con un gesto, una sonrisa. Se los ve felices.

Sol Pelícano, Cayo Largo

Sin omelettes no hay paraíso

8AM. Tenemos que aprovechar el desayuno, no sea cosa que nos quedemos sin frutas o quesos. Escuchamos mucho acerca de la falta de mercadería en Cuba y no vale la pena arriesgarse. En el desayunador abunda el color blanco, las mesas de madera sin mantel y grandes heladeras y mesadas donde reposa la mercadería.

Están los que piden omelettes con seis huevos –sus caras al recibirlos denotan felicidad absoluta- hasta las que van por un café, lo toman y se van. El café es de máquina, esa jarra gigante de acero inoxidable que está horas recalentándose. Los madrugadores saludan al personal como si los conocieran desde hace varios días. Huéspedes y personal se palmean la espalda, hay confianza. Me pregunto si en sus ciudades van por la vida real palmeándose.

En la distribución de roles, nosotros tenemos todo calculado: uno va por la escasa pastelería, apenas rodajas de pan para tostar y un budín de vainilla empezado, mientras otro hace la fila por el ansiado omelette –dos huevos-. Lo frito no tiene buena pinta, lo esquivamos. Los mozos preguntan que jugo queremos tomar: naranja, pomelo y mango. No hay tanta variedad como imaginamos, igual comemos demasiado, más de lo necesario. Dejamos propina y nos vamos.

Pocos metros separan nuestra habitación, la 203, del desayunador. Lo vemos como una ventaja ante la corta y agitada respiración por haber comido tanto. Subimos la escalera con algo de sobrepeso: el arrepentimiento es recurrente pero no inclina la balanza para recapacitar. Ya sobre la cama planificamos parte del día. En una hora salimos a playa Paraíso, que queda a unos tres kilómetros del hotel y promete aguas más turquesas y no tanto oleaje como la playa del Sol Pelícano. Pensamos en lo importante de no olvidarnos el protector solar, la gorra, los libros y las toallas, el resto puede faltar.

Salir del All Inclusive

Esperamos en el lobby por el charter del hotel unos minutos hasta que un señor alto de unos 60 años nos invita a subir al auto que nos lleva a Playa Paraíso y Playa Sirena. Mientras arreglamos el horario de regreso se arremanga la camisa blanco amarillenta y anota en una libreta minúscula. Coincidimos en que las 14hs es un buen horario para volver al hotel. El viaje es rápido, 15 minutos a velocidad moderada. Desde el auto no se ve el agua que es tapada por la vegetación. Si a eso le sumamos que Cuba tiene 330 días de sol en el año nada puede fallar.

A medida que nos acercamos crece la expectativa si la playa es realmente tan turquesa y de arena tan fina y blanca como se ve en las fotos. Esquivamos cien metros de piñas secas y llegamos a las reposeras. Apoyamos las mochilas, perdemos la vista en el mar y nos dejamos llevar por el ruido de las olas. Es todo perfecto, mejor que en las fotos.

De repente, se acerca un muchacho moreno regordete a cobrar por las reposeras. Un euro por cada una es lógico. No hay mucha gente en la playa lo que la hace más encantadora. El chico de las reposeras ofrece tragos: mojitos y piña colada. Es raro pagar si pensamos en la dinámica del todo incluido es la única desventaja de alejarse del hotel. Miramos el reloj y nos tiramos en posición horizontal con ganas de congelar el momento. Valió la pena el viaje en helicóptero de una hora desde La Habana, pensamos.

En la playa conocimos a un matrimonio de unos 60 años de Marcos Paz, Buenos Aires. Tienen una casa rodante con la que recorren Argentina. Preguntaron:

-¿Hicieron snorkeling?

-No.

-¿Fueron a la barrera de coral?

-No.

-¿Y a la isla donde están las iguanas? – Dijimos que no, que queremos descansar.

Comer, beber, amar

Llegamos del paraíso con la misma agilidad que un caracol y la voracidad de una orca. Así es que vamos hasta “Los Quelonios”, restaurante con vista al mar con estructura de madera y techos altos de paja. Siempre con el chiste de entrar al récord Guiness desfilan cervezas, rabas, pollo y pescado frito, y pocas ensaladas. Los canadienses, como si fuese una extensión del brazo tienen vasos térmicos siempre llenos de cerveza.


Claro que no todo es cerveza en la vida. En una actitud de rebeldía pedimos Coca Cola, y nos sirve bebida cola Ciego Montero, una imitación de la gaseosa yanqui. La probamos con desconfianza. Fría es rica. Un mozo se acerca y me muestra en el teléfono una foto de su hijo. “Mira, es colorado como tú, salió al abuelo”, dice.

En medio del almuerzo empieza a tocar “La Isla” una banda de música caribeña. Suenan clásicos del son cubano, algunos dejan el pollo frito y se animan a bailar, hasta que una pareja de norteamericanos pide Hotel California de The Eagles. La banda accede, cumple, y después les vende un disco.

Dejamos una cerveza por la mitad, la propina que asegura una rápida atención la próxima vez, y vamos a descansar un rato. En la tele de la habitación hay un documental sobre la restauración de un teatro. Ponemos la alarma para ir a la playa del hotel y caemos rendidos.

“Pirata” del Caribe


Estamos acomodados en la reposera con cielo despejado, temperatura de 28º, agua turquesa en el horizonte, una brisa suave, y dispuestos a tener la misma actividad física que una ballena encallada. Se acerca un animador a contarnos las bondades del hotel, el horario de las clases de baile y las actividades acuáticas. Tiene un nombre caribeño, unos 30 años, bronceado de meses, anteojos de sol, y un pañuelo rojo en la cabeza al estilo pirata.

Empieza a indagar de dónde somos, por qué elegimos Cuba, nos cuenta de la situación política de su país, por que trabaja en el hotel, cuánto gana, que Eros Ramazzotti estuvo en el hotel, todo.

Por dentro deseo que se aleje, sólo queremos descansar. ¿Siete mil kilómetros para escuchar la historia de vida de un animador? A todo esto nuestras respuestas son cada vez más monosilábicas. Con tendencia al no. Sacamos los libros como si se tratase de un suplicio. Después de media hora se va.

La distancia entre las reposeras y el agua es de unos 5 metros y la extensión total de la playa de unas 6 cuadras. La mayor parte de los huéspedes son italianos y canadienses: los tanos bronceados y con pequeños trajes de baño de colores llamativos –parecen cuidarse más que las mujeres- y los canadienses algo más descuidados.

Cena y show

Recordamos que había que anotarse para cenar. “El sistema de restaurantes del hotel está pensado para que todos vengan al menos una vez a cada restaurante”, dijo el señor calvo que nos anotó. Elegimos “Entre mares” porque leemos que la langosta al chocolate es una delicia. Claro que al momento de ver la carta no nos animamos y pedimos langosta grillada por la módica suma de 20 euros, rica pero no nos vuela la cabeza, tiene gusto a molleja.

A diferencia del concurrido lugar donde almorzamos, este restaurante tiene seis mesas, la mitad vacías, luz tenue, música ambiente, cuadros con lugares de Francia e Italia y atención personalizada. Cinco dólares de propina alcanzaron para que nos inviten al otro día, evitando todo protocolo de anotación. Ninguna regla es tan rígida, pensamos.

-¿Van a ir al show nocturno?- pregunta el mozo, el mismo que nos anotó para la cena. Claro, decimos. A metros del restaurante está la carpa gigante y blanca con unas 200 sillas donde se hacía el espectáculo que siempre es a las 22hs. Como en una regresión a la escuela secundaria evitamos las primeras filas por temor a que nos hagan participar.

El anuncio a toda orquesta invita a aplaudir. Una docena de bailarines para unos 30 espectadores, música fuerte y un exagerado juego de luces. Huéspedes vestidos de gala contrasta con nuestro aspecto más relajado. ¿De dónde salieron? Son los mismos de la playa. ¿Por qué se visten así si los vimos en la playa más relajados? Pero están vestidos de etiqueta. Todo muy extraño.

Sobre el escenario reconocemos caras: animadores de día que son bailarines de noche. Distintas tareas, pero la misma sonrisa. Todos los días hay un show diferente. Ese día toca la noche romántica donde el staff se luce con coreografías que pasan de la salsa, al baile contemporáneo, y el tango. Termina y aplaudimos de pie, se acercan los bailarines a saludar al público. Impresionados comentamos la calidad de lo que hemos visto y caminamos un rato bajo el cielo estrellado. Después de un día agitado vamos a descansar, hay que levantarse temprano para desayunar.

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4 comentarios

  1. Fue como recordar uno de los tantos viajes que he hecho a los all inclusive ( Venezuela, Rep.Dominicana, México). Tienen cosas buenísimas, pero a la vez me chocan mucho. EL caribe tiene demasiados contrastes sociales, pero si, son los lugares ideales para el descanso y este relato me recordó que los all inclusive se diseñaron para el descanso.
    Un abrazo, su forma de relatar engancha muchísimo!.

    1. ahivamos

      Gracias por tu comentario! En un all inclusive se descansa y también hay tiempo para observar los contrastes que mencionas. Gracias por leerlo y nos pone contentos que te haya enganchado la historia. Abrazos! Sergio y Ale.

  2. Pingback: La Habana: donde conviven el pasado y el presente - Ahí Vamos Blog de Viajes

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