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Montpellier: naturaleza, gastronomía y arte en un solo lugar

Montpellier: naturaleza, gastronomía y arte en un solo lugar

El Hotel Mas de Lafeuillade, ubicado a 20 minutos a pie del centro de la ciudad, combina la dosis perfecta para que exploten los sentidos: una casona de novela del siglo XIX con un jardín de película y un restaurante que cuenta con José de Castro, un chef que cocinó en los cuatro continentes. Te contamos por qué dormir y comer en Montpellier es lo más parecido al paraíso.

Llegamos a Montpellier desde Barcelona después de un viaje en tren de poco más de tres horas. Es la primera vez en el sur de Francia y tenemos muchas expectativas de un viaje que siempre estuvo en el tintero y nunca había tomado forma por diferentes motivos, principalmente porque pensábamos que la ubicación geográfica de esta región no era la mejor para conectar con otros destinos. Gran error ya que es muy fácil, cómodo y económico moverse en tren desde España hacia el sur de Francia.

En el trayecto los paisajes se convierten en postales vivientes donde abunda la vegetación y se pueden ver algunas casas rurales de antaño que invitan a bajar, por ejemplo en Perpiñán donde la tranquilidad es casi absoluta y hay tan poco movimiento que la estación parece un cuadro de esos que hay en las salas de espera de consultorios médicos.

Camino al hotel el GPS del teléfono marca veinte minutos de caminata, atravesamos el centro comercial Polígono, el enorme Hotel de Ville y el puente que pasa por el Río Lez, cortamos camino por un conglomerado de departamentos hasta llegar al portón del Hotel Mas de Lafeuillade, una casona de principios del siglo XIX que albergó a Jean Lafeuillade, un famoso cantante de ópera. Luego la compró la familia Grasset a principios de 1930 y desde hace pocos años abrieron allí su restaurante los hermanos Max y Fanny Bonon.

Pasamos el portero automático donde hay una especie de estacionamiento y nos espera otro portón de hierro –un poco más grande que el anterior- desde donde se ve la casona. Antes de llegar a la maison con un rayo del sol que nos perfora la nuca atravesamos un corredor de 50mt escoltado por boj, árboles con hojas pequeñas que son “esculpidos” de forma cuadrada, bustos personas referidas a la historia de Francia –no estamos seguros quienes son-  y esculturas modernas de color rojo que resaltan del verde del jardín. A los costados se extiende un gran parque donde hay docenas de boj, algunas fuentes, esculturas y pinos. Cada paso que damos retrocedemos una docena de años. Este lugar es un túnel del tiempo al siglo pasado donde todo está perfectamente conservado.

En la puerta nos espera Antoine con unos jeans gastados y una remera blanca, algo canchero y simpático, una especie de James Dean francés. Nos saluda en español y avisa que es demasiado temprano para ingresar, el check in es a las 15.30h. y son cerca de las 12. De fondo una gran cocina donde prevalece el acero inoxidable y la pulcritud.

Allí prepara los dos platos que van a ser parte del almuerzo un tipo alto, delgado y calvo, se trata de José de Castro, chef de trayectoria internacional que se desempeña en la cocina del hotel desde 2016. Miramos de lejos porque es tanto es el respeto que impone con sus movimientos y concentración que cuesta acercarse a la cocina e interrumpir. Esperamos el momento para hablar con él.

El chef De Castro nació en París y su familia es de Vigo, Galicia. Empezó a cocinar en 1986 y viajó por el mundo, Shanghai, Nueva Zelanda, Inglaterra, Río o Nueva York son algunas de las ciudades donde vivió y abrió restaurantes de diferentes estilos. En 2016 comenzó en Mas de Lafeuillade y piensa que terminará su carrera en Francia luego de recorrer varias ciudades de cuatro continentes.

“Trabajé en diferentes tipos de restaurantes para aprender, en cervecerías, hoteles. En el 96 me fui dos años a Londres, en el 98 volví a Francia para la Copa del Mundo, después fui a trabajar a Nueva Zelanda por seis años, también estuve en Senegal. En 2010 desembarqué en Shangai por tres años donde puse un restaurante italiano”, explica el chef viajero con un español afrancesado donde estira vocales y arrastra algunas letras erre.

Mientra nos cuenta acerca de la importancia que le dan en el restaurante a la naturaleza señala el jardín. Al costado de la puerta de entrada se ven tomates y plantas de albahaca, un poco más lejos, limoneros y naranjos. “El sabor que tiene el tomate de aquí no se encuentra en un supermercado porque el tomate de supermercado nació hace un mes, el de aquí hace cinco meses, eso es muy importante”, dice el chef mientras mueve sus manos enérgicamente.

Aquí, rodeado de verde, se respira un espíritu sustentable y amigable con el medio ambiente, y el canto de los pájaros y el olor a pinos está en sintonía con esto. Un ejemplo de ello es que toda el agua que usan en la cocina para lavar la ensalada o el hielo para los vinos va a parar al jardín. Cada día usan 150lt de agua en la cocina que se reutilizan para regar. También hacen un compuesto orgánico que sirve de abono para el suelo. “Hay dos erizos que cada noche a las 22.30h vienen a comer aquí lo que dejamos, es su heladera”, cuenta de Castro para explicar la manera circular de cómo conciben la importancia del cuidado de la naturaleza en Lafeuillade.

Algo nostálgico del tiempo pasado de Castro sostiene que “es importante volver en el tiempo, ahora estamos olvidando lo más importante de nuestra civilización que es la tierra. Nosotros tenemos que luchar para la nueva generación”.

En el restaurante decorado con motivos que hacen a la tradición mexicana y a las corridas de toros hacen grandes comidas con elementos sencillos, no importan la cantidad de ingredientes ni las decoraciones pomposas. Ni siquiera el menú desborda de platos: dos al mediodía y cuatro o cinco para la cena. “No necesita 25 sabores un plato, lo más importante es el producto”, explica de Castro que tiene como referente a su abuela y después le siguen los chefs más conocidos como Alain Ducasse y Philippe Marc, y sus maestros. Y señala que para él los mejores chef eran los de la década del 60 y 70 porque eran más simples, menos científicos.

Prueba de ello es el desayuno que el mismo de Castro prepara: poca pastelería pero de calidad, jugos de fruta naturales, café rico y huevos batidos que se parecen más a una mousse que a unos simples huevos de desayuno. Es una sutileza tras otra, una explosión en la boca, como hacer de algo simple algo precioso.

Más allá de la sorpresa del desayuno nuestro punto alto fue la cena donde probamos vinos de la Provenza y alrededores, sopa de cebolla y ensalada de frutos de mar de entrada y de principales, pescado con puré de papa y calabaza  y cerdo con ensalada de chauchas. Para el postre ya teníamos la mandíbula desencajada y llegaron la tarta de frutos secos con helado de ananá y los higos al vino tinto. Precio del menú: entrada, plato principal y postre, 35 euros por persona. Vale cada centavo y lo más importante que no hace falta estar hospedado en el hotel para disfrutar de semejante restaurante. Claro que si están hospedados la experiencia es completa.

Menos es más

El hotel cuenta con cinco habitaciones en su planta alta que combinan una onda retro con todas las comodidades del siglo XXI. Nosotros disfrutamos y nos relajamos en una habitación doble superior de 40m2 con vista al parque, muebles  un baño de diseño con espejos circulares y una bañera que invita a relajarse aún más. ¿Algo más? Los artículos de tocador no contienen químicos y hacen foco en el aceite de oliva y la lavanda.

Si sos amante de la música la habitación cuenta con un Ipod Dock y un parlante Marshall con conexión bluetooth. ¿Qué tal? A todo esto hay que sumarle el placer de descansar en un excelente sommier king size. Lo único malo de la habitación y del hotel en general, es que uno no quiere salir a explorar la ciudad.

En la habitación hay cuadros de colores con figuras geométricas, algunos firmados y con fechas de la década del 60 o 70, un viejo televisor decora el mueble donde reposa un Led de 32” que casi no tenemos necesidad de encender. Podemos quedarnos horas contemplando la belleza de las lámparas mientras nos acercamos a una de las dos puertas, ventanas que dan al jardín y ver como cae el sol mientras nos preparamos para la cena –aquí cenan más temprano que en casa-. Dicen que por las noches en el parque se escucha cantar ópera a Jean François Lafeuillade y les creemos, pues nadie se quiere ir de aquí, el paraíso a veinte minutos del centro de Montpellier.  

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