Hace frío, de ese que está al borde del bajo cero y corta la respiración, el que te hace llevar casi por instinto las manos a los bolsillos o en el caso de tener guantes de 3 euros de Decathlon hace que tengas ganas de revolearlos por el aire. Por eso, los buenos salen diez veces más, pensamos. Salimos desde Cracovia rumbo a Bratislava en un micro de Flixbus con una de esas promociones que hacen dudar de los costos y te hacen contar cuánta gente viaja para ver si la empresa llegar a pagar el combustible de la ruta Cracovia/Katowice/Bratislava.
Con un pasaje de 6 euros, el equivalente a una pizza margherita mediana, subimos al bondi de Flixbus que hará una parada en una ciudad que suena a general ruso de la Unión Soviética, Katowice, una ciudad al este de Cracovia que nos sorprende por la cantidad de luces, edificios que muestran crecimiento económico y calles impolutas.
Después de calentar el asiento por poco más de una hora bajamos a las 12 de la noche en una terminal de micros de Katowice digna de una película de suspenso. Oscura, con seis mini plataformas, un cartel de Eurobus y otro de una publicidad de chocolates de nombre impronunciable, lleno de colores que promociona una barra hipercalórica a 0,99 centavos de euro.
Bajamos del bus un puñado de personas, no más de ocho. A pocos metros no camina ni un alma de las más de 300 mil que viven aquí. Solo se ven sobre la avenida Skargi media docena de autos a toda velocidad. A todo esto el bus que nos había dejado ya se había esfumado.
El plan no es muy alentador, con las mochilas en los hombros y ese malestar como cuando te despiertan de una siesta en pleno invierno, dudamos de que de esa parada salga el próximo bus, a las 2am, con destino a Bratislava. Frente a la minúscula parada de bus hay un baño de esos que hay que poner una moneda para pasar.
Entramos con la idea de protegernos del frío polaco y una señora que regenteaba el pasillo, entre la entrada y los molinetes, nos dice que no podemos quedarnos allí, todo en un idioma que no entendemos. Nos quedamos con los gestos negativos y bruscos de esta señora grandota, rubia y con ninguna empatía.
Casi con un instinto animal vamos donde hay más luces, a tres cuadras, donde se divisa algo parecido a un shopping. Vamos con la cabeza gacha y recriminándonos por haber caído en la tentación de un pasaje barato sin haber medido las consecuencias del espacio y tiempo. Es claro que nuestros cuerpos sudamericanos no soportan el frío como las tribus eslavas que habitaban estas tierras antes del siglo X.
Esos trescientos metros que separan la pequeña parada para micros low-cost del shopping, son cuadras heladas que hacen que la fricción del jean se sienta en las rodillas. En el camino pensamos en hacer tiempo y pasar las dos horas que faltan tomando algo caliente. Claro que al llegar a la puerta y ver que el tremendo edificio está cerrado hace que nuestras esperanzas de encontrar un lugar con calefacción se vayan al tacho.
Un fast food con «M» de milagro
Si algo aprendimos del capitalismo en estas ciudades de Europa del este que alguna vez fueron comunistas, es que tiene que haber un Mc Donalds cerca. Lo buscamos en Google Maps y voilá! Hay uno a unas cuatro cuadras sobre la peatonal Stawowa y la aplicación dice que es un 24 horas, así que la alegría es completa. En esas cuadras lo único que vemos abierto es un Kantor, una casa de cambio, que trabaja hasta cualquier hora. En la entrada del fast food un tipo de seguridad nos mira de arriba a bajo, sabe que venimos a pasar el rato y a no morirnos de frío.
Entramos con un par de billetes de poca monta y algo de monedas, algo que pasa cuando dejás Polonia y vas a Eslovaquia y no te querés clavar con moneda polaca. Así, con los zlotis suficientes para dos hamburguesas con queso y papas fritas nos quedamos un par de horas en asientos que están preparados para que los abandones en no más de veinte minutos.
Nos acomodamos en un local con un ambiente algo áspero y algunos personajes «picados», de ahí la entendible cara de malo del flaco de seguridad quien todo el tiempo amagaba en llevarse la mano derecha a la cintura para agarrar el arma. Ya hartos de estar en posiciones más que incómodas en esos asientos de plástico color crema pensamos en lo complicado que somos que hace solo un rato rogábamos no pasar frío y ahora nos quejábamos de que no teníamos un asiento cómodo.
Después de comprar de manera dosificada más hamburguesas, papas y gaseosa por la amenaza del flaco de seguridad de que si no consumíamos nos teníamos que ir del local pasamos quizás dos de las horas más largas de nuestras vidas. Con el reloj que marcaba la 1.45am volvimos a la parada de micros, cruzamos los dedos y esperamos el bondi como si fuese una carroza con destino a Bratislava. Arriba del bondi podemos decir que esa noche un payaso, amado y odiado por igual, nos abrazó e hizo que no pasemos frío. Todavía quedaban más de siete horas para llegar a Bratislava.